JOSÉ GOROSTIZA


Conmigo está el consejo y el ser;
yo soy la inteligencia; mía es la fortaleza.
Proverbios, 8,14.

Con él estaba yo ordenándolo todo;
y fui su delicia todos los días,
teniendo solaz delante de él en todo tiempo.
Proverbios, 8,30.

Mas el que peca contra mí defrauda su alma;
todos los que me aborrecen aman la muerte.
Proverbios, 8,36.

I

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí -ahíto- me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
-más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante -oh paradoja- constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!
Mas qué vaso -también- más providente
éste que así se hinche
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!


II

¡Más qué vaso -también- más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe la noción de Él, de azul.
El mismo Dios,
en sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran
-peces del aire altísimo-
los hombres.
¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circundante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas;
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesión al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea
como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz, como una estatua.
¿Qué puede ser -si no- si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
Un cóncavo minuto del espíritu
que una noche impensada,
al azar
y en cualquier escenario irrelevante
-en el terco repaso de la acera,
en el bar, entre dos amargas copas
o en las cumbres peladas del insomnio-
ocurre, nada más, madura, cae
sencillamente,
como la edad, el fruto y la catástrofe.
¿También -mejor que un lecho- para el agua
no es un vaso el minuto incandescente
de su maduración?
Es el tiempo de Dios que aflora un día,
que cae, nada más, madura, ocurre,
para tornar mañana por sorpresa
es un estéril repetirse inédito,
como el de esas eléctricas palabras
-nunca aprehendidas,
siempre nuestras-
que eluden el amor de la memoria,
pero que a cada instante nos sonríen
desde sus claros huecos
en nuestras propias frases despobladas.
Es un vaso de tiempo que nos iza
en sus azules botareles de aire
y nos pone su máscara grandiosa,
ay, tan perfecta,
que no difiere un rasgo de nosotros.
Pero en las zonas ínfimas del ojo,
en su nimio saber,
no ocurre nada, no, sólo esta luz,
esta febril diafanidad tirante,
hecha toda de pura exaltación,
que a través de su nítida sustancia
nos permite mirar,
sin verlo a Él, a Dios,
lo que detrás de Él anda escondido:
el tintero, la silla, el calendario
-¡todo a voces azules el secreto
de su infantil mecánica!-
en el instante mismo que se empeñan
en el tortuoso afán del universo.


III

Pero en las zonas ínfimas del ojo
no ocurre nada, no, sólo esta luz¡
ay, hermano Francisco,
esta alegría,
única, riente claridad del alma.
Un disfrutar en corro de presencias,
de todos los pronombres -antes turbios
por la gruesa efusión de su egoísmo-
de mí y de Él y de nosotros tres
¡siempre tres!
mientras nos recreamos hondamente
en este buen candor que todo ignora,
en esta aguda ingenuidad del ánimo
que se pone a soñar a pleno sol
y sueña los pretéritos de moho,
la antigua rosa ausente
y el prometido fruto de mañana,
como un espejo del revés, opaco,
que al consultar la hondura de la imagen
le arrancara otro espejo por respuesta.
Mirad con qué pueril austeridad graciosa
distribuye los mundos en el caos,
los echa a andar acordes como autómatas;
al impulso didáctico del índice
oscuramente
¡hop!
la apostrofa
y saca de ellos cintas de sorpresas
que en un juego sinfónico articula,
mezclando en la insistencia de los ritmos
¡planta-semilla-planta!
¡planta-semilla-planta!
su tierna brisa, sus follajes tiernos,
su luna azul, descalza, entre la nieve,
sus mares plácidos de cobre
y mil y un encantadores gorgoritos.
Después, en un crescendo insostenible,
mirad como dispara cielo arriba,
desde el mar,
el tiro prodigioso de la carne
que aun a la alta nube menoscaba
con el vuelo del pájaro,
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas precipita
su desbandada pólvora de plumas.


IV

Mas en la médula de esta alegría,
no ocurre nada, no;
sólo un cándido sueño que recorre
las estaciones todas de su ruta
tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos,
ay, y con qué miradas de atropina,
tumefactas e inmóviles, escruta
el curso de la luz, su instante fúlgido,
en la piel de una gota de rocío;
concibe el ojo
y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada;
gobierna el crecimiento de las uñas
y en la raíz de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de diáfanas espigas.
Pero aún más -porque en su cielo impío
nada es tan cruel como este puro goce-
somete sus imágenes al fuego
de especiosas torturas que imagina
-las infla de pasión,
en el prisma del llanto las deshace,
las ciega con el lustre de un barniz,
las satura de odios purulentos,
rencores zánganos
como una mala costra,
angustias secas como la sed del yeso.
Pero aún más -porque, inmune a la mácula,
tan perfecta crueldad no cede a límites-
perfora la sustancia de su gozo
con rudos alfileres;
piensa el tumor, la úlcera y el chancro
que habrán de festonar la tez pulida,
toma en su mano etérea a la criatura
y la enjuta, la hincha o la demacra,
como a un copo de cera sudorosa,
y en un ilustre hallazgo de ironía
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.

Mas nada ocurre, no, sólo este sueño
desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su término inminente
y adereza en el acto
el plan de su fatiga,
su justa vacación,
su domingo de gracia allá en el campo,
al fresco albor de las camisas flojas.
¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla,
se regala en el ánimo
para gustar la miel de sus vigilias!
Pero el ritmo es su norma, el solo paso,
la sola marcha en círculo, sin ojos;
así, aun de su cansancio, extrae
¡hop!
largas cintas de cintas de sorpresas
que en un constante perecer enérgico,
en un morir absorto,
arrasan sin cesar su bella fábrica
hasta que -hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros-
siente que su fatiga se fatiga,
se erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite,
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una obstinada muerte,
sueño de garza anochecido a plomo
que cambia sí de pie, mas no de sueño,
que cambia sí la imagen,
mas no la doncellez de su osadía
¡oh inteligencia, soledad en llamas!
que lo consume todo hasta el silencio,
sí, como una semilla enamorada
que pudiera soñarse germinando,
probar en el rencor de la molécula
el salto de las ramas que aprisiona
y el gusto de su fruta prohibida,
ay, sin hollar, semilla casta,
sus propios impasibles tegumentos.


Fragmento de Muerte sin fin

CARTA A UN JOVEN POETA DE RAINER MARÍA RILKE



París, 17 de febrero de 1903

Estimado señor:
Recibí su carta hace unos días. Quiero agradecerle su amplia y afectuosa confianza. Apenas puedo hacer más. No me es posible comentar el estilo de sus versos pues estoy demasiado alejado de toda intención crítica. Nada es peor que las palabras de la crítica para abordar una obra de arte. Las cosas no son tan decibles y comprensibles como generalmente se nos quiere hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son indecibles y tienen lugar en un ámbito en el que jamás ha penetrado palabra alguna. Y lo más indecible de todo son las obras de arte, esas realidades misteriosas cuya vida perdura, al contrario que la nuestra, que se acaba.
(...)
Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Antes ha preguntado ya a otros. Los envía a revistas. Los compara con otras poesías y se inquieta cuando algunas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Desde ahora (ya que me permite aconsejarlo), renuncie a todo eso. Su mirada está dirigida hacia afuera, y eso es precisamente lo que debe evitar en el futuro. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Sólo hay un camino: entre en usted. Investigue la causa que lo empuja a escribir, examine si sus raíces se extienden hasta lo más profundo de su corazón. Reconozca si no preferiría morir en el caso de no poder escribir. Y sobre todo, en la hora más serena de la noche pregúntese: ¿siento verdaderamente la imperiosa necesidad de escribir? Ahonde en sí mismo en busca de una profunda respuesta, y si ésta resulta afirmativa, si puede responder a tan grave pregunta con un fuerte y simple "¡Sí!", entonces construya su vida de acuerdo con dicha necesidad.
Su vida, hasta en los momentos más indiferentes e insignificantes deberá ser un signo y un testimonio de esa necesidad. Entonces, acérquese a la naturaleza. Intente expresar, como si fuera usted el primer hombre, lo que ve, lo que ama, lo que vive y lo que pierde. No escriba poemas de amor. Evite sobre todo las formas más corrientes y usuales, son más difíciles, pues es necesaria una gran fuerza y madurez para poder algo propio en un campo donde existe una gran cantidad de buenas y en parte, brillantes tradiciones. Por ello, evite los grandes temas y vaya hacia los que la cotidianeidad le ofrece; describa sus tristezas y sus deseos, los pensamientos que le vienen a la mente y su fe en alguna forma de belleza. Descríbalo todo con sinceridad humilde y serena, y utilice para expresarse las cosas que lo rodean, las imágenes de sus sueños y los objetos de sus recuerdos. Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe, cúlpese usted de no ser lo bastante poeta como para encontrar sus riquezas. Para el creador nada es pobre, no hay lugares pobres ni indiferentes. Y aún si estuviera en una prisión, cuyos muros no dejasen llegar hasta sus sentidos ninguno de los rumores del mundo, ¿no podría siempre recurrir a su infancia, esa riqueza maravillosa e imperial, ese tesoro de recuerdos? Vuelva hacia ahí su espíritu. Intente sacar a flote las impresiones sumergidas en ese vasto pasado: su personalidad se fortalecerá, su soledad se poblará y se convertirá en un retiro crepuscular, ante el cual pasará muy lejano el estrépito del mundo. Y si de esa vuelta hacia usted mismo, de esa inmersión en su propio mundo, vienen a usted los versos, no soñará siquiera en preguntar a nadie si tales versos son buenos. Tampoco intentará interesar a las revistas en esos trabajos, pues verá en ellos algo naturalmente suyo, un trozo de su vida y de su expresión.
Una obra de arte es buena cuando nace de la necesidad. La naturaleza de su origen es quien la juzga. Así, mi distinguido amigo no tengo para usted otro consejo que no sea éste: intérnese en usted mismo, y llegue a las profundidades en las que su vida se origina. Ahí es donde encontrará la respuesta a la pregunta si debe escribir. La respuesta que obtenga acéptela como suene, sin forzarle un significado. Tal vez sea obvio que el arte le llama. Si es así, acepte su destino y sopórtelo, con su peso y su grandeza, sin jamás exigir recompensa alguna que pueda venir del exterior. El creador debe ser todo un universo para sí mismo, y encontrar todo en sí, y en el fragmento de la naturaleza al que se ha incorporado.

Podría ser que, tras ese descenso hacia sí mismo y hacia su soledad, debiera renunciar a convertirse en poeta (para ello, para prohibirse a usted mismo escribir, bastaría sentir que puede vivir sin hacerlo). Pero aun así, este recogimiento que le aconsejo no habrá sido en vano. Su vida hallará desde ese momento sus propios caminos, y mi deseo de que éstos sean buenos, amplios y ricos, va mucho más allá de lo que puedo expresar.
CARTA I

(...)
Con afecto y simpatía,
Rainer Maria Rilke

SERGIO PÉREZ TORRES

Los nombres del insomnio


I.
Los ojos altos como una cruz para las aves,
desvenan los cables eléctricos
y también tienen tu nombre.
Y tú entre el aullido de un mar lejos de su propia sal.
La carne de flor que atrae a la muerte,
tus huesos me salvan y curan de la luna nueva.
¿También estoy hecho del dolor de veinte siglos?
Yo no te diré lo que es el tiempo,
ni me haré de piedra esperando entre tus manos,
todo el sol que he visto se hará piel y fuego sobre el mío.
Te digo solamente lo que pesa mientras sueñas.


II.

No es que un sol negro venga
y me devore como el único invierno que no llega,
algo más atroz que tu sombra mecida a fuego lento.
Estoy sentado aquí, alimentado de silencio,
para lo que nunca se ha hecho bajo la luz.
Es un tiempo en que se me quiebra la palabra
y no sé si decir el tamaño de tu voz
o los peces afilados que forman tus ojos.
No muero de cosas tan grises como tu distancia
ni me lleva el trueno
pero al filo de la noche siempre espero tu regreso,
me vuelvo un muelle
aunque sé que los sueños cantarán como sirenas
y todo tú te irás hundiendo hasta promesas aun más lejos.
La única razón para escribirte es un florero roto,
del que el aire se ha barrido ya el perfume
y memorias que se quiebran con las ramas secas.

VI.

¿Has visto cómo los lobos aúllan a la luna
y cómo la lluvia cae sobre los árboles
que rezan por ella no sólo para sobrevivir
y Dios cae sobre los que dicen su nombre en el dolor?
De ese modo callo,
así desnudo lo único que no he desvestido delante de un farol.
Tengo frío, hambre, sueño en diferentes momentos,
pero cuando tú no estás me abisma un fuego grande,
me vacío del que me gustaría ser para ti.
De ese modo canto
como el mar nombra los muertos que aloja en su interior.


XIX.

A pesar de mí yo era otro,
a pesar de ti me encontraba conmigo en las formas cercanas al sol,
su longitud cubriéndome los labios,
tus ojos muy fríos como si tuvieras alas
y por cada rincón en telarañas hubo un beso,
tu nombre era la sombra de la muerte sobre lo que nunca dije:
Llévame más atrás del patio,
los árboles son tan grandes allá.
Nos recostamos sobre dos troncos derribados,
tu calor se sobrepone al musgo que describen los libros
o lo que han escrito sobre el corazón los médicos.
Como un acorde, un palpitar de percusiones, melodías,
tu voz es todos los fantasmas de mi casa, jamás sales de mí.

XXV.

En mi mente he fundado una ciudad hecha cenizas,
los restos de flores, alas y cartas.
Bajo la luz que siempre oculta la neblina
he aprendido a respirar el aliento de los autos,
tu nombre junto al mío en todos los vidrios empañados.
Ojalá pudieras escuchar el latido de las ballenas,
se aceleran cerca de la orilla como la llama a la que se le arroja diesel,
hay amantes que sólo quieren oír su corazón arder.
Tras cada hora acumulada en días
voy marcando con gis el muro de mi vida a punto de hundirse.


  
XXXIV.

Esta zona devastada por una guerra es mi cuerpo,
pregunta por el tuyo porque desde entonces no hay lluvia.
Llevo el olor de tu cabello como mi salvación,
Me has impregnado para que la luz jamás parta de mí,
en las noches brillo de tocarme las pestañas,
yo te convoco con mis ojos cerrados
y con mi corazón imposiblemente abierto.
Es aquí de donde no hay tiempo para tu voz,
recuerdo las notas exactas en que hablabas como una canción,
tu piel dentro de mi piel no es una cosa fácil de desprender,
un tatuaje invisible que los ángeles mirar con envidia
porque lo que tú me has hecho es más grande que la lluvia.
Ven a esta madrugada donde espero que sucedas
para que al fin caiga tu modo de mirarme en la oscuridad.
¿Dormirás sobre algún lugar sin nombre?
¿Recordarás en el rugido de la luna llena?
¿Puedes verme escribirte desde aquí?



SUSANA THÉNON


Una voz cercana
me repite: descansa,
y yo
descansar no podría
sino como en sueño
latente,
como flecha que reposa
en su carcaj.

Cada día
mis horas
se tornan más agudas,
más ásperas,
desde que no respiro
y el sol me arde.

Conozco las palabras
a cuyo sonido
las puertas vuelan como plumas
y el cielo es un cojín a los pies.

Conozco el castigo.
Conozco todos los castigos.
Pero hoy amanecí verdugo.


MINUTO

En todo instante
se renueva
la fugaz memoria de los espejos,
el perfil hosco de los cuerpos oxidados,
el andamiaje de palabras
no habitadas por manos
o por bocas oscuras.
El tiempo arruga los caminos,
borra las miradas lejanas,
va encendiendo la muerte en los rincones.
Y cómo no saber esto:
llegará un minuto vacío
que añore nuestros rostros.



CÍRCULO

Digo que ninguna palabra
detiene los puños del tiempo,
que ninguna canción
ahoga los estampidos de la pena,
que ningún silencio
abarca los gritos que se callan.
Digo que el mundo es un inmenso tembladeral
donde nos sumergimos lentamente,
que no nos conocemos ni nos amamos
como creen los que aún pueden remontar sueños.
Digo que los puentes se rompen
al más leve sonido,
que las puertas se cierran
al murmullo más débil,
que los ojos se apagan
cuando algo gime cerca.

Digo que el círculo se estrecha cada vez más
Y todo lo que existe
Cabrá en un punto.


NO

Me niego a ser poseída
por palabras, por jaulas,
por geometrías abyectas.
Me niego a ser
encasillada,
rota,
absorbida.
Sólo yo sé como destruirme,
cómo golpear mi cabeza
contra la cabeza del cielo,
cómo cortar mis manos y sentirlas de noche
creciéndome hacia adentro.
Me niego a recibir esta muerte,
este dolor,
estos planes tramados, inconmovibles.
Sólo yo conozco el dolor
que lleva mi nombre
y sólo yo conozco la casa de mi muerte.



CAMINOS

Ceguera del gesto
cuando en vano se aferra
al muro espeso de los hechos consumados.

Densa guitarra de la sangre
acompañando la canción
nocturna y subterránea.

Deambular entre gritos
anónimos,
entre multitudes de hambre,
bajo cielos ajenos.

Entre mansos,
Desesperanzados ecos.


AQUÍ

Clávate, deseo,
en mi costado rabioso
y moja tus pupilas
por mi última muerte.

Aquí la sangre,
aquí el beso roto,
aquí la torpe furia de dios
medrando en mis huesos.


NO ES UN POEMA

Los rostros son los mismos,
los cuerpos son los mismos,
las palabras huelen a viejo,
las ideas a cadáver antiguo.

Esto no es un poema:
es un grito de rabia,
rabia por los ojos huecos,
por las palabras torpes
que digo y que me dicen,
por inclinar la cabeza
ante ratones,
ante cerebros llenos de orín,
ante muertos persistentes
que obstruyen el jardín del aire.

Esto no es un poema:
es un puntapié universal,
un golpe en el estómago del cielo,
una enorme náusea
roja
como era la sangre antes de ser agua.



POEMA


“Yo creo en las Noches”.
R. M. Rilke

Ayer tarde pensé que ningún jardín justifica
el amor que se ahoga desaforadamente en mi boca
y que ninguna piedra de color, ningún juego,
ninguna tarde con más sol que de costumbre
alcanza a formar la sílaba,
el susurro esperado como un bálsamo,
noche y noche.
Ningún significado, ningún equilibrio, nada existe
cuando el no, el adiós,
el minuto recién muerto, irreparable,
se levantan inesperadamente y enceguecen
hasta morirnos en todo el cuerpo, infinitos.
Como un hambre, como una sonrisa, pienso,
debe ser la soledad
puesto que así nos engaña y entra
y así la sorprendemos una tarde
reclinada sobre nosotros.
Como una mano, como un rincón sencillo
y umbroso
debería ser el amor
para tenerlo cerca y no desconocerlo
cada vez que nos invade la sangre.
No hay silencio ni canción que justifiquen
esta muerte lentísima,
este asesinato que nadie condena.
No hay liturgia ni fuego ni exorcismo
para detener el fracaso risible
de los idiomas que conocemos.
La verdad es que me ahogo sin pena,
por lo menos he resistido al engaño:
no participé de la fiesta suave, ni del aire cómplice,
ni de la noche a medias.
Muerdo todavía y aunque poco se puede ya,
mi sonrisa guarda un amor que asustaría a dios.



AQUÍ, AHORA

Sé que en algún lugar
la alegría se desparrama
como el polen
y que hace tiempo
los hombres se yerguen
como jardines definitivos.
Pero yo vivo aquí y ahora,
donde todo es horrible
y tiene dientes
y viejas uñas petrificadas.
Aquí, ahora,
donde el aire
se asfixia
y el miedo es impune.



CAOS

El supuesto camino es la consagración
de sus pasos,
no tienen más que avanzar
-el retroceso los sorprenderá un día-,
no tienen más alternativa que adelante.
Su culpa no ha nacido,
esto que ven y tocan tiene todo el
sabor de cosa digerida en sueños.
Son señales de nada,
muestran con sonidos casi envejecidos ya
el progreso de la variante simiesca.
Van solos.
Un gran cansancio no ayuda,
no invita al caos, preparado como una fiesta.

ORACIÓN

Cuándo dejará la luna
de preferir a esos pocos
que tanto a media noche
como al alba
gritan su ardor sin freno.
Cuándo será definitivo
el derecho a soñarse
sin verificar números,
papeles rotos, sexos,
velocidad sin prisa de la sangre.
Cuándo morirá el cielo
-sus castigos-
y el rayo será un niño
entre las hojas.
Cuándo arderán los vientos
sepultados.


 POEMA

Es inútil que la amada se arrastre
buscando la mano que dibuja sombras
bajo su piel.
Es inútil que vuele
persiguiendo a la nube de piedra que la hirió.
En vano saltará de hoja en hoja
preguntando por el rostro
que se ahogó
en el aire.


Poemas de De Habitantes de la nada (1959)



Susana Thénon (Bs. As. 1937 – 1990). Poeta,  traductora literaria y fotógrafa artística. 




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