JOSÉ LEZAMA LIMA

AISLADA ÓPERA

Las óperas para siempre sonreirán en las azoteas
entre las muertas noches sin olvidos marinos.
En la aldea de techos bajos los gamos amanecen cantando,
como niños profusos que vuelan por los recuerdos.
El tapiz que leías en las esperas de las manos coloreadas,
de las voces rodadas hasta perderse por las espaldas,
de los fríos dormidos sin nubes, sin escudos, sin senos escamosos,
sin los antifaces robados en la cámara de los venenos.
Recordado tapiz, enjoyado por los donceles madrugadores,
saltando entre banderas con la cara quemada de los bandoleros,
con los guitarreros que les llevan agua a los caballos
y con las dormidas anémonas falsas de la mujer despreciada.
En las endurecidas endechas de las azoteas
que borraban las noches notariales
que si se abrían sobre la muerte, pestañas y peinecillos
grises del estanque recurvaban como un barco amarillo.
Para qué poner las manos en el estanque si existen las heridas de mármol,
si existen los años que se tienden como el morir del marfil en los pianos,
o del que vive separando el hastío de las armadas quejumbrosas,
del galope de un corcel ciego que come en las azoteas.
Para qué redondear la nieve de los brazos de la ruina moral
si los corales tiernos han de acudir a la cita de las cuchilladas
y los infantes han de remar al borde de los suspiros
que envían sus olas sobre un gran perro flechado.
Las joyerías que salvarán sus vidas,
sus preciosas vidas de cristal detenido y mariposas contadas,
brillarán sintiendo sus pecados doloridos tocarse en el lamento o el insulto
con las oscuras caracolas recostadas en una mano tirada al fuego.
La noche perezosa despertará para recoger las playas
olvidadas junto a un sonámbulo que mira a todas partes sin odios.
El peine que adelgaza oyendo a las sirenas sus gritos entumidos
puede separar la aguja de la amistad de los espejos mal llorados.
Oh los bordes tan negros para las manos que se perderán en el río,
que no podrán reconstruir la estatua de la mujer apagada
por las prisas de la mandolina sumergida hasta el talle del clavel,
errante en un mercado de matemáticos japoneses.
Las prisas se tenderán en un equilibrio de gaviotas
sobre las pestañas o viva red de las inexactitudes
que han de gritar a las gaviotas paseando sobre techos de zinc y cabelleras
teñidas y seguir aburridas sobre el mar apagado para el arco de viola.
Al brillar la malaria sanará el oído.
Quedaré escondido en el ojo de los naipes raptados,
ante una voz que anunciarán las samaritanas o las salamandras presas
en el temor de una muralla bordada de pobreza elegante.
Quedaré detenido ante el temor de incendiar las alfombras,
pero resultará un juego de manos y un itinerario de ajedrez encerrado
por el atardecer que palidece ante una colección de fresas
que en ruido de vitrinas al borde de los labios deshacen sus cristales.
Oh, cómo manchan el peso tardío de los mandarines iletrados,
cómo despiertan entorpecidos los faisanes.
La invasión de las aguas se va tendiendo en pesadillas
sin despertar al escalar el surtidor o fijar un lucero.
En un solo pie, despierto en ruidos postreros de vuelos entornados,
quedaré en una gruta recorriendo la precisión de las tarjetas polares
despertando por los timbres ocultos y por el ruiseñor
que despierta para bruñir sus pesadas canciones.
Pero allí un momento, un solo momento entre el adiós y el tálamo.
Un momento de siglos que tardaré en desnudarme,
en quedarme hasta oír los pasos que van a romper el cántaro.
Quedaré entre el tálamo y el ruido del arco.
Por el cielo de ahora los toros blancos pasan con un muslo vendado.
Quedaré cosiendo insectos, despertado inseguro entre el tálamo y el ruido
[del arco.
¿Para qué habrá largas procesiones de marquesas
si la traición de la luna nieva un largo bostezo?
Una amapola sangra las manos al coger un insecto
entornado en el hueco que han dejado los recuerdos.
Si el surtidor se aísla y las amapolas ruedan,
los niños con el costado hundido continuarán rompiendo todos los
[clavicordios.
¿Para qué habré venido esta noche?

DADOR
(fragmento)
El agua era una afable señora, una esperada también.
Hablábamos del saber hecho instinto como en el canario,
y como así se puede sentir la estrella
del misterio del parimiento y cuando nos despedimos
despidiéndonos del pañuelo.
En el otro salón, el cuaderno donde se establecía
el timbre de cada fruta fría; los sorbetes
donde hundíamos nuestros brazos como en una manga
que no es la nuestra, pero al final acariciamos
la cabeza del gato que se retira, espantosamente cortés.
Llovía, acercamos más las banquetas hacia el centro de la mesa,
donde nuestros pelillos eran leídos como la flor de la escarcha.
Pero estábamos los tres aún en el primer salón,
la victrola desenfundaba un boggie lento como el colorete de la ceniza, y la
[cintura ladraba
en la persecución de sus resinas indostánicas.
Cuando el danzón encendió las lámparas,
la contadora aúllo levemente, como un perro al despertar,
y el hombre de párpados lacrados y goteantes,
encendió un tabaco, desprendiendo avispas azules.
El niño virgen que se acercó con los palillos de la suerte,
acarició, sin tocarla, la sombrilla, trompo de la señora retenida.
El salón vacío movilizó sus cristales,
para apoderarse del aliento, no del infortunado signo,
pero todavía la palabra era de Dios y reía.
El niño virgen que se acercó con los palillos de la suerte,
que no quería tocarlos, y empezó a bailar con el perro.
El danzón curvaba sus capas arenosas
y lanzaba líneas como delfines llorosos.
Sabíamos que los pasos de la danza del niño
no transcurrían dentro del círculo,
pero sus labios resbalaban por el interior de la oreja del perro.
El perro descansaba recorriendo los dos círculos.
El billetero no regresa incomprensiblemente al Salón Alaska,
la música le lanzaba el reto gimiente,
pero adormecido esperaba el regreso del can,
misterioso como una constelación en las pascuas.
Pero nosotros sabemos que existen los dos salones.
Uno, para la música que se retira
y los paseos del perro con la oreja doblada.
En el otro las brusquedades del acordeón,
detienen la marcha de los ojos alrededor de las pestañas de la sombrilla.
La guayaba no existente cooperó a la langueur de las bujías de la
[contradanza,
entonces surgieron los pasteles pelirrojos y su aroma de violín.
Sin ninguna alteración como quien acaricia la yerba,
conversamos acerca del Espíritu Santo del faisán,
que sólo se baña en los ríos paradisíacos cuando está en pareja;
del pisapapeles bovinal que busca la humedad del pozo
que no habla; de la sombra agujereada
por el girasol, vencedor de los aforismos de la calavera.
Teníamos también que hablar del indescifrable sueño de la gaviota.
Uno de los acordeonistas salió a comprobar
si ya había gelatinosamente escampado.
Su camisa lucía los signos de quien fue elaborado
para domar potros, pero tiene que deslizarse en el acordeón.
Comprobamos que cada mesa tenía un resorte
para llegar al techo, como la máscara
en una caja llena de etiquetas viajeras.
Mientras la lluvia contaba sus cabellos
y la sombrilla como un marisco buscaba la resaca lunar,
mirábamos el salón vacío, donde un polvo de cenefas
rodaba con las mortecinas tazas en un fregadero
hablador, que sumerge las interjecciones en la boca del diablo.
El humo desprendido por el acordeón
se espesaba como una muralla saltada por el perro
de la oreja doblada, por el jovial billetero de las cejas
de maíz, que parecía pulsar una voluminosa
viola en un tapiz medieval.
El lince inmóvil mostraba en su bigote dos carbunclos,
desconocía la distinción de sus amuletos,
pero el infierno diseñaba la pausa banal
detrás del otro salón, raspado por el perro.
El infierno es eso: las dos máquinas que se seguían,
intercambiando los faroles con la espina de los gatos.
El champán pinchado en la paila de la nuca,
que resguarda la puntada en la hornilla del desayuno.
El infierno es eso: los fragmentos del pescado,
con su coronilla de camarones; sílabas del bulbo
de la médula de la palma gelée; el espárrago
de la comedia de arte, métrica cremosa de flautines.
El perro del billetero se pasea por los dos salones.
En el Salón Alaska, con una toalla enrollada
en el brazo izquierdo, para taparse de las estocadas
de los hilos. Se afeitará en el baño tibio.
Pero no, ya está frente al espejo y mientras
pasea por sus mejillas, el perro lo descifra
desde el primer salón. El infierno es eso:
los guantes, los epigramas, las espinas milenarias,
los bulbos de un oleaje que se retira,
las dos máquinas que se seguían, el Orfeo de Pergolessi,
los mozos recogiendo las migas ingeniosas en su fuga,
la puerta que se cierra como un tutti orquestal en el vacío,
mientras el japonés en smoking se inclina,
para recoger el clavel frappé, en el bostezo
de la cuarta dinastía de sus sandalias charoladas.


LOS DADOS DE MEDIANOCHE

El fragmento dañado se subraya al mirar en torno
y recrearse venecianamente en la identidad de su mirada:
la diferencia de tonos por la distancia es su silencio.
El fragmento cuando está dañado no reconoce los imanes
furiosamente se encaja en la esfera que giraba
impulsada por la rueda de otro apetito, de otra penetración irreconocible.
El diálogo carnal en el dañado, la doma circular de sus palabras,
no cae en el misterio suspensivo de la otra noche flechada en el
[desembarco,
sino se desliza errante preguntando de excepción y de ruptura;
el pez relámpago no penetra en el bosque donde está adormecido.
El fragmento de apetito está tirado por el centro de la esfera, su hambre
busca el alimento que lo abarque, la investidura del ceremonial
de las estaciones donde la línea del horizonte es siempre un enemigo.
El fragmento que está dañado desconoce el sentido de su marcha
y no puede caer en la plomada de su espina central,
pues su ceguera está fría y se detiene
y carece del nacimiento de la irradiación, errantes ojos despedidos
de su centro para ser tan sólo el contorno de su chisporroteo,
pero sin que la chispa una la cabellera del agua cayendo
y por las danzas de la hoguera que caminan hacia la desmesurada silla por
[la que repta el delfín.






















José María Andrés Fernando Lezama Lima, conocido sencillamente como José Lezama Lima (La Habana, 19 de diciembre de 1910 — , 9 de agosto de 1976) fue un poeta, novelista, cuentista y ensayista cubano.

JOSÉ FRANCISCO VILLARREAL CHAPA

*
Si hubiera sabido que el mundo es esta cosa,
esta bola de nervios y de carne;
que sólo el hueso que soy me pertenece
y que al final ni polvo enamorado
sino tan sólo polvo.
Si hubiera sabido que en la tetas de mi madre
empezaba lamiendo un rastro largo
y que así seguiría por los siglos
en este laberinto de sangre seca y humus.
Si hubiera contenido mis ímpetus
y me hubiese quedado quieto, horrorizado;
si no pensara Dios…

*
Desde la oscuridad miro mejor la lejanía.
Desde el silencio silbo
y domando fantasmas me revuelvo como pez que nadara a contrapelo.
Sobre el especio aniquilado azuzo a la jauría;
un perro triste corre tras la inocente rama.
Jinete duro aguardo la honra de la caza,
esa medalla roja,
esa piedra tallada.
Desde una altura antigua zumbo,
silbo y zumbo,
y el perro no regresa
con el palo que ha elegido ser libre.

*
No he nacido jamás.
Imaginé que la ciudad se abría entre la flora de las constelaciones y hervía en el sótano de los cielos.
Creí que mi madre abrió las piernas a la hora más negra de la noche
y adiviné la luz.
Criado con la imaginación,
sirviente de la idea,
salté de un paraíso algodonado
y bajé al imposible.

*
Me he soñado angelical y pelirrojo,
con sienes tensas y una marca indeleble sobre la frente.
Me he soñado por las nervaduras de la ciudad,
derramando milagros en las cabezas de los trasnochadores,
dejándoles recuerdos de caminos inmóviles,
de mansiones vacías,
de la angustia con que el cuerpo se aovilla bajo del sueño.
A la boca me vino un chorro de leche ácida
y desperté semidesnudo,
viendo al cadáver del sueño deshilachándose.
En gato, Dios lamía los restos del vapor en mis ojos.
Aún pregunté, casi en silencio:
Mi hermano, ¿dónde está?

*
…y ya no sabe uno qué pensar
cómo explicar a los amigos que se debe llegar a casa rápidamente
y respirar ese aire de calabozo
y posarse como mota de polvo
y sentirse muy mal por no haber avisado que después de tal hora no se es responsable de sí mismo, ni de nada,

*
que entonces se debe estar a techo,
entre cuatro paredes que le recuerdan a uno que hasta la piel es límite,
y mientras se escucha el mismo disco,
una voz descarnada denuncia nuestro nombre
como si alguien conocido de más allá del nunca nos llamara,
y ya no sabe uno qué pensar,
ni qué hacer,

obedecer, tal vez,
con apremio de pájaro al silencio.

*
Si llueve
y el agua cae en mi rostro
y mi carro avanza sobre el lodo
y los caballos merman su ligereza
y el cielo todo es una falsa noche,
¿me esperará la Citerea junto al fogón con un vaso de vino rojo y caliente?
¿me besará cuando ebrio me despeñe por el pozo del sueño?
Sólo puedo decir que mi garganta es un desierto,
que bajo el lodo hay tierra seca,
y que,
en el sol doble de sus ojos eternos,
Eros y Tánatos me aguardan.
Llueve
mientras
el agua disuelve los pensamientos de este borracho dios.

*
Bebiendo
discutimos la incierta metafísica del mundo,
el claroscuro de los cuerpos que hemos dejado atrás.
Toda vida se seca en un escupitajo sobre el piso
y nosotros discutimos lo que se dice de la muerte y de la vida.
Nuestros ángeles guardianes tejen la seda absurda del silencio que ha de venir después
como un divino vómito.




José Francisco Villarreal Chapa, (Monterrey, 1956). Muy cerca del industrioso infierno de los altos hornos de la hoy extinta Fundidora de Fierro y Acero. Estudió, que no concluyó, la carrera de Letras Españolas, en la Universidad Autónoma de Nuevo León en los años 80. Por entonces combinó la enseñanza de materias humanísticas en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, con la bohemia del café literario y la lectura intensiva (A Dios lo del César, y viceversa). Entre 1980 y 1990, colaboró en diversas publicaciones locales y regionales. Además, fue consejero y eventualmente Secretario de Redacción del suplemento cultural “Aquí Vamos”, del periódico El Porvenir. No sin desgano, participó en representación estatal en encuentros de escritores y lecturas, donde una pereza atávica rara vez lo llevó más allá de las fronteras norestenses. Entre 1990 y 1995, redactó, corrigió y/o coordinó publicaciones culturales para el gobierno de Nuevo León. Fue becario de la segunda generación del Centro de Escritores de Nuevo León (1989-1990). Poco después publicó el libro “Odres Viejos” (1991), que luego incluyó en el título “Transgresiones” (1993). Más por entusiasmo que por capacidad, apoyó en algunas adaptaciones para teatro experimental; y también, desde la comodidad del francotirador embozado en un seudónimo, publicó una columna semanal de crítica cultural “Té Canasta” en el Diario de Monterrey (hoy Milenio Diario). A partir de 1994, inició como guionista en La Fuerza de la Imagen (Televisa Monterrey). Poco después, como Jefe de Información, se integró al área de investigación y análisis en Noticias y producciones de debate periodístico. Desde ese cargo, mantuvo una sección de crítica cultural en el noticiero dominical, además realizó investigaciones que concretó en guiones para la sección “Encuentros con la Historia”, del programa periodístico Foro, y reportajes de corte cultural. Desde el año 2000, cuando terminó el programa Foro, hasta la fecha, sigue olvidando sus orígenes culturales y se dedica de lleno al periodismo. Sólo eventualmente se desangra los dedos en el teclado con algún verso que, normalmente, acabará en la papelera de reciclaje. Dice estar condenado a escribir poesía, que es tan sacramental y permanente como el bautismo o la iniciación masónica, pero, dice, siempre se podrá elegir ser apóstata.

Colaboración: Jesús García Mora

JUAN LARREA

CENTENARIO
En el de Don Luis de Góngora
Virgilio, ¿en dónde estás Virgilio?
Mudando pluma a pluma de amor he aquí esta orilla
mía, este ahora no quererme ahogar. ¿Quién volará en mi auxilio?
Ya la espuma en tu ausencia va hallando un domicilio,
y en mis ojos todas las tardes se ve el fondo de arcilla.
Sufriendo como el clima de una isla enclavada
hacia el sur ¡qué bien huele a arboleda tu voz y a ola recién surcada!
Alta la mar verde vereda,
baja la voz que aún es tiempo de vida,
baja la voz que cierra un ala a cada
lado del que escuchando queda.
Virgilio, amigo mío,
ya se acerca el frío.
La ilusión de la luz viene a llenar un vacío
en este cielo ensangrentado de pies de versos
que vagan al acaso
sobre espinas de nube y quejas de universo.
Virgilio, abre tus ojos de violeta lenta,
el tiempo es bueno aunque escaso.
Abre tus ojos de ese azul tan anterior a la invención de la imprenta,
tus ojos uniformes de ansiedad y mira
como la tinta que se desprende de mi pelo a cada temblor de lira,
oscurece el sentido de una imagen lejana.
La noche agranda el grito del navegante eterno
que anuncia ¡tierra! ¡tierra! en toda carne, en todo hueso, en toda
[ambición humana,
y en transportes de amor va llegando el invierno.
Virgilio Gómez, ¿qué esperas?
Ya otra luz siembra abejas en mis vegas ociosas,
y cargados de pólvora de sonrisas ligeras
ya nuevos astros quieren acusar mis ojeras
de fusil que ha soñado toda una noche con rosas.

OCUPADO
Ampárame un autobús a motor de golondrinas
entre esta bruma rellena de miga de violín
y aun más cautelosa que un prejuicio de casta
ahora que el corazón del turismo palpita
suavemente escondido
y el universo se llena de miradas
y de gorras a cuadros
Qué asfixias en tus ojos de aeródromo asomado
a un antifaz oscurecido de suspiros
mírame extenderme sin esfuerzo
pegado a la pared
mientras mis cabellos se limitan a aplacar las grietas
de este horizonte tan mudo y ya tan mío
22 de enero marcan las hojas de una luna crecida
a la orilla de un ciego moderado de cisnes
Aun es pronto para hacer un buen papel
enfrente de la chimenea que maneja su buena conducta
como supremo argumento sobre las avenidas

OTOÑO IV EL OBSEQUIOSO
Como un hombre de color el otoño sigue sus inclinaciones
una flauta contempla por los agujeros del horizonte
todo lo madre que aún queda dentro
he aquí el río que se olvida a dos dedos de los bordes
y un poco más lejos
la lluvia que despega las palomas del viento
La lluvia registra los días hasta el fondo de los ojos
que viajan a la velocidad de los ritmos conocidos
la lluvia mientras llueve es toda oídos
y ay del que como un piano no se muerda los labios
Allí a las plantas del ocaso
la ciudad se estira y arde por los cuatro costados
Un emigrante brota de trecho en trecho
su barba crece a medida que te alejas de mi pecho
describiendo un círculo instintivo
Pero a la hora en que el cinema baja los peldaños de mármol
que conducen al fondo de cada espectador
el nivel del silencio oscila como una flor
hecha olvido por un cesto de delicadeza
La luz se arrastra cortando los rastrojos
como la cola del perro que levanta la tristeza
y el horizonte se dobla bajo el peso de mis ojos
Verde de mar o sobre todo o nada
el borde del abismo de los oscuros labradores
nuestra suerte está echada

Horizonte horizonte ¿estás seguro?
Llueve a campos perdidos pedernal de mi mirada

PUESTA EN MARCHA
Entre estos charcos de flauta
qué ave herida persigue el universo
Candado diluido en mi metal de voz
Mi temperamento superficial
está helando a favor de un alma fina
y el viento se escuece en un balido roto
Esta oscura actitud de puente
que adopta estirándose el silencio
este buscar ojos y encontrar alicientes
este ausentarse en sábanas y al menor descuido
como una barca transmitida de padre a hijos
y cuando la marina de un ciego se estremece
este no ser ajeno a una docena de suspiros
serán siempre un buen camino
para hacer de un álamo una excusa cortés
Como siempre el cielo finge un hermoso desinterés
y deja flotar al borde sus extremidades
pero ved las palomas que se desprenden de sus pies
al menor cambio de tiempo

EN LA NIEBLA
En la niebla raza de nuestra raza domicilio
de las faltas de convicción de nuestros fantasmas
desde los gendarmes hasta las hipótesis más atrevidas
hasta los almendros obligados a presagiar el porvenir de nuestra Europa
la nuestra la de los diplomáticos
que subordinan las flores a las secretas inclinaciones de nuestra piel
guardando un equilibrio exento de ociosidad
occidente bello occidente
antes que el sol encuentre la máscara que busca
entre las ramas y que ya se inclina a recoger
El hombre es la más bella conquista del aire.


Juan Larrea Celayeta (Bilbao, 1895 - Córdoba, Argentina, 1980) fue un poeta y ensayista español de la llamada Generación del 27. Es considerado una de las figuras mayores de la poesía vanguardista española, y también se le recuerda por su relación con creadores como Pablo Picasso, Luis Buñuel, Calder, Jacques Lipchitz.

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