SALVADOR ELIZONDO, EL JOVEN



Por Eloy Caloca Lafont

    Leí Elsinore: un cuaderno (1987) por primera vez cuando tenía dieciocho. Era el año 2006 y Salvador Elizondo agonizaba, víctima de un cáncer. Gracias a una nota aparecida en Letras Libres[1] fue que conocí a Elizondo, y de paso, a toda la generación de medio siglo (Luisa Josefina Hernández, Amparo Dávila, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo). Mi encuentro sucedió pocos meses después de leer El Hipogeo Secreto (1968) en la edición de Joaquín Mortiz, y un año y medio antes de que el Dr. Eduardo Becerra me obsequiara un ejemplar de Farabeuf o la crónica de un instante (1965), editado por Cátedra, con introducción crítica y notas de su autoría. Debo decir que mi primera aproximación a Elizondo no fue grata; me resultó más parco, aburrido e intrascendente que los autores acelerados y estridentes que frecuentaba durante la preparatoria. Sin embargo, era distinto a cualquier mexicano que hubiera leído antes: Elsinore no parecía haber sido escrita ni inventada en México. Aludía a un imaginario estadounidense, desplegado en la década de los cuarenta: salchichas calientes, banderas enhiestas, roji-azules, marquesinas de shows vaudeville con desnudistas; niños enfundados en trajes militares. Nada de eso era próximo a, ni propio de, mi idiosincrasia ni circunstancia. Aun así, Elizondo logró atraparme y sacarme algunas sonrisas.

     Este verano releí Elsinore: un cuaderno por dos razones: 1) El rema o motivo de Elsinore, según apenas descubrí, viene de Hamlet, pues Elsinore fue el castillo imperial de Dinamarca. Leyendo con mis alumnas de Literatura Clásica la historia del príncipe shakesperiano, me decidí encontrar paralelos entre la narrativa de Elizondo y la obra de teatro, pero eso sería motivo de otro ensayo. 2) La relectura fungió también como la celebración de que mi amigo Daniel Orizaga Doguim, coordinador de Letras Hispanoamericanas de la UAQ, haya publicado el colectivo de ensayos Cámara Nocturna (Tierra Adentro, 2011), sobre la obra de Salvador Elizondo; volumen cuyo primer texto, Confesiones de otra máscara, de Pablo Martínez Lozada, trata sobre el Elizondo más joven, el que aparece, no como escritor sino como “personaje”: el niño de la autobiografía, los cuentos, los diarios y Elsinore.

    A continuación expongo algunas notas de lectura de Elsinore: un cuaderno, un texto donde la niñez, el misterio y la construcción del yo confluyen, erigiendo una de las grandes narrativas de la mitología elizondeana.

La niñez y su fin: el demonio preadolescente

    Sal, Salvador, o en la pronunciación californiana, “Sálvador”, el protagonista de la novela, es muy parecido a cualquier niño cuya infancia está escurriéndosele de las manos, para dar paso a la adolescencia. Al llegar a los diez años, el niño deja de ser niño para ser otra cosa: un pequeño deforme que desea crecer sin haber delineado siquiera, una identidad. La definición de la hombría lleva a cualquier infante a la estupidez y a la confusión: el primer pleito, la incursión en la pornografía soft o las travesuras escolares, remiten a la búsqueda de la identidad y a la autoafirmación a través de la aprobación del grupo de amigos. Las mujeres se dejan ver como tesoros antes desconocidos; surgen las primeras fantasías sexuales y valoraciones del terreno femenino. Es la época de consolidar amistades y cuestionar paradigmas.

    Entre el niño y el adolescente hay un umbral muy breve que se desconoce; es en ese espasmo, hoy denominado pre-adolescencia, olvidado por la vida y por la literatura, donde se ubica Elsinore. La llegada a la escuela militar, el cambio de país y la adaptación a nuevos referentes culturales, colindan con la definición del yo y con la que fuera, tal vez, la primera anécdota de niñez digna de ser contada. Elsinore es la intrascendencia, el día común que se inmortaliza, cristalizado por la nostalgia del recuerdo. No es casualidad que el epígrafe de Ernst Jünger elegido por Elizondo diga: “Todos vosotros conocéis la profunda melancolía que nos sobrecoge al recordar los tiempos felices. Esos tiempos que se han alejado para no volver más y de los cuales estamos más implacablemente separados que por cualquier distancia[2]”. Tampoco es espontáneo el inicio de la novela, donde se remite a un umbral parecido al  que separa niño y adolescente; al espacio que existe entre la vigilia y el sueño, entre la memoria y el olvido: “Estoy soñando que escribo este relato. Las imágenes se suceden y giran a mi alrededor en un torbellino vertiginoso[3]”.

Literatura, niñez, remembranza

     La historia de Sal es la de cualquier héroe, salvo por dos diferencias: él no triunfa (al menos, gloriosamente), y todas sus empresas transcurren en un solo día. El Odiseo minúsculo que recorre el argumento, al igual que todos los héroes, desafía las leyes impuestas. No debe fumar ni beber. No debe salir del campamento Elsinore, Escuela Naval y de Aviación. No debería juntarse con vagos como Fred, que anhelan la libertad. Tampoco, enamorarse de Mrs. Simpson, su maestra, ni convivir con El Yuca y Diosdado, los truculentos conserjes mexicanos. Pero se salta las reglas y tiene algo qué contar; la anécdota se construye a partir del desafío, de la subversión ante el conservadurismo. El resultado, para muchos, es algo soso. Carlitos, el protagonista de Las batallas en el desierto (1981), de José Emilio Pacheco, se atreve a confesar el amor que siente por Mariana, la madre de su mejor amigo; Sal, en cambio, queda en el platonismo y en la indecencia de la fantasía. Sus aventuras no son nada ponderables. Los personajes de José Agustín tenían mejores anécdotas: el escape a Acapulco, el manoseo de las chicas, el suicidio epítome[4], el cigarrillo que develaba la frase “detrás de la roca está el mundo en que yo vivo”[5]. Ni qué decir de los personajes de García Saldaña: pandilleros, casanovas, motociclistas y vándalos[6]. Sal no escapa de país; ni siquiera de zona. Ya con haber salido de Elsinore Lake siente un aire de poder; el pobre jamás conoció la historia de León, el niño de Un hilito de sangre (1995), novela de Eusebio Ruvalcaba en la que el protagonista, de doce años, se introduce en burdeles, presencia un asesinato, y viaja del Distrito Federal hasta Guadalajara por el amor de su corta vida. Sal no es el niño arrojado, buscapleitos ni apabullante. No es el Menelao de Gazapo (1966), de Gustavo Sainz, que pelea con la madrastra y con el padre, y roba el auto de ambos un fin de semana. De todas las novelas mexicanas que he leído, en donde el protagonista es un pre-adolescente o púber precoz (William Pescador, de Christopher Domínguez Michael, o las novelas de Xavier Velasco, como Éste que ves), o de los infantes terribles de las letras universales (el huérfano Pip de Grandes Esperanzas, Oliver Twist, Tom Sawyer, Julien Sorel de Rojo y Negro, Holden Caufield de The catcher in the rye, Óscar Wuao de la homónima novela de Jeunot Díaz, Pánic Órfila de Kiko Amat), Sal es el niño más apagado y sobrio. Es ahí donde reside su importancia: es el “don nadie” convertido en héroe o el perdedor que, por una noche, puede romper las reglas. Al día siguiente todo volverá a la normalidad, pero desde el anonimato, él dará cuentas de su heroísmo.

    Sal tiene, en mi lectura, paralelismo con dos niños retraídos de las letras universales: el Marcel de Por el camino de Swann, primera parte de En busca del tiempo perdido, la saga de Proust, y Stephen Dedalus, protagonista de la novela de Joyce, El retrato del artista adolescente (y de la posterior obra maestra, Ulises). En la novela elizondeana no hay más afán que el de rememorar la niñez, sin pretender la reconstrucción interpretativa, la evaluación de los actos, ni la comparación pasado-presente:

En Elsinore, la última novela de Salvador Elizondo, un personaje llamado Salvador Elizondo posee un don: el de percibir, a través de cualquier fotografía, si la persona retratada vive o no. Esta facultad que él mismo atribuyó a su personaje literario cobra un inquietante significado ahora que él mismo ha muerto, pues al mirar las fotos que de él permanecen, me inunda la persistente sensación de que aún vive, no como cualquier hombre, ni mucho menos como cualquier escritor. Hay una respuesta casi banal al enigma: sepultado el escriba, queda tras de sí lo escrito; la grafía, el testimonio, la sombra. Pero la permanencia de Elizondo tras la imagen del nitrato de plata tiene un carácter menos metafórico y más metafísico: como si fuera su muerte tan sólo un ritual, un artificio fraguado para burlarse del mundo y del tiempo[7].

    El Lazarillo de Tormes medieval o el Periquillo Sarniento de Lizardi, pretendían la superposición reflexiva de “ayer” y de “hoy”. Empiezan con discursos como “tengo por bien que cosas antes no señaladas, y por ventura, nunca oídas ni vistas, lleguen a todo el mundo[8]”, o “doy fe y razón de patria, padres y demás ocurrencias de mi infancia[9]”. La novela de Elizondo no exalta más discurso que la sucesión de los hechos: la huida nocturna, el primer amor, el rumor de un asesinato y el otoño en los Estados Unidos. No hay exaltación y el único asomo de nostalgia (y de olvido), está al inicio y al final de la novela: “no hay evocación del pasado ni de su grandeza, ni un retorno significativo, sino sólo el afán de referir una historia que sólo halla sentido mediante la escritura[10]”. Como su nombre lo indica es sólo un cuaderno; un ejercicio escritural donde se invita al pasado para que no se marche. Y esto, hablando con conocimiento de causa, se puede ver al superponer Elsinore con tres textos más de Elizondo: Autobiografía precoz que no he leído aún, pero que se recoge en el ejemplar Mar de iguanas (2010)—, el ensayito Invocación y evocación de la infancia, y el cuento Ein Heldenleben. Invocación y evocación de la infancia no me dejará mentir. Para Elizondo, la niñez inocente y más temprana está en Corazón, diario de un niño, de Edmundo de Amicís, y en la novela Cero en conducta, de Jean Vigo; no obstante, los dos arquetipos de la niñez que acaba, de la pre-adolescencia, son Proust y Joyce, dos complementarios y a la vez, opuestos:

¡Qué fácil sería la vida si en el proferimiento de esos dos nombres, que en cierto modo abarcan los límites extremos de nuestra literatura, pudiéramos encontrar la clave mediante la cual descifrar ese lenguaje y ese mundo de misterios, que es la infancia! (…)¡Proust versus Joyce!”, porque esos nombres, que a primera vista sugerían posibilidades de exégesis excelentes, de hecho representaban una antítesis; las que parecía ser líneas paralelas en la historia de la literatura no significaban sino un match de boxeo, del espíritu.[11]”.

   De Proust, Elizondo toma la remembranza, el estilo circular; ahondar en temas recurrentes. Lo que para Proust eran, la madalena, el amor edípico y la casa francesa, en Elsinore son, el amigo, la maestra y la escuela (o la noche fuera de ella). De la novela de Joyce, Elizondo lo roba casi todo: el entorno represor es, para Dedalus, la educación religiosa y jesuita, y para Sal, la milicia. Ambos personajes incurren en el deseo sexual; uno, con una chica en la playa, el otro, con Mrs. Simpson. En ambos casos se trata de jóvenes desconocidos e introvertidos. Pero de Joyce, Elizondo no sólo toma contenido, sino también forma. Es una novelita polifónica, exigente, bilingüe. Como El retrato del artista adolescente, no se trata de una diégesis que se rompa en conversaciones dialógicas ni en descripciones, sino de un “todo junto”; un “de corrido” donde conviven las voces, los sonidos, las topografías y las descripciones.

    Elsinore y el cuento Ein Heldenleben son dos caras de una misma moneda. En la novela, Salvador es un niño perdido en los Estados Unidos, oprimido y rebelde, que a escondidas goza de las mieles del capitalismo: sus vicios, sus mujeres y sus lugares. En el cuento, Salvador es “el niño educado en la Alemania nazi que, según cuentan, saludaba de taconazo y de mano en alto, (…) personaje mítico que surge en múltiples conversaciones[12]”. Dos niños de formación opuesta, la del norte y la del este, que coinciden en su mutismo ante la rabia de las circunstancias: el castigo del Coronel o el asesinato del Yuca, en un caso, y la golpiza del ruso Sergio Kirof, en el otro. Dice Martínez Losada, sobre el cuento:

El título de “Ein Heldenleben” es, a la vez, irónico e intertextual. Irónico, si sólo consideramos su traducción literal, “Una vida de héroe”. ¿Quién es el héroe en este relato? ¿El Ruso, que soporta de manera estoica (o impotente) los golpes, la humillación y la probable expulsión? ¿El profesor Krüger, tenaz en su lealtad al Fuhrer que, junto con Lázaro Cárdenas, lo mira desde su retrato fijo en la pared del aula? ¿El narrador, que mira impasible como si todo lo registrara una cámara cinematográfica? Ninguna de las tres opciones convincente a menos de que renunciemos de tomar el término héroe en su sentido más clásico: la única mención de lo heroico se mantiene en el epíteto de la Cabalgata de las valquirias que tocan los altoparlantes al momento de la golpiza[13].

Y señala, sobre la novela:

En Elsinore la manipulación del recuerdo se asoma, primero, de manera sutil, justo mediante la insistencia en el olvido. Al principio, mediante un “se vislumbra, y no sé si recuerdo bien, un tramo del Golden Gate”, pero más tarde todo es un tiempo intermedio entre olvido y pasado, entre pasado y presente, donde la ignorancia permite la fusión con los tiempos del sueño: “No recuerdo su nombre [el de la maestra de mecanografía], porque a mí todavía no me tocaba typing”[14].

   Territorio intermedio entre niñez y adolescencia, entre el acordarse y el soñar, Elsinore es la cotidianeidad y aparente intrascendencia, que toma como pretexto la memoria para exponer la anécdota. Es el debate sobre la función de la escritura, cuando la representación deja de ser posible: “un sueño agotado, igual que la memoria, la escritura, la inspiración, la tinta y el cuaderno[15]”.





[1] Lizardo, Gonzalo. Elizondo: la muerte de un gnóstico. Aparecida en la edición de Letras Libres de agosto de 2006.
[2] Cit. en Elizondo, S. (2006) Elsinore: un cuaderno. SEP-Cámara Nacional de Libreros. México. P. 23.
[3] Op. Cit., P. 25.
[4] Agustín, J. (1999) La tumba. Editorial De Bolsillo. México.
[5] Agustín, J. (1997) De perfil. Ediciones De Bolsillo. México.
[6] García Saldaña, P. (1968) El rey criollo y otros cuentos. FCE. México.
[7] Lizardo, Gonzalo. Op. Cit.
[8] Lazarillo de Tormes (1979) Ed. Cátedra. Madrid. P. 91.
[9] Lizardi, J.F. (1990) Periquillo Sarniento. Porrúa. México. P. 17.
[10] García Galiano, J. (2006) “Introducción”. En: Elizondo, Op. Cit. P. 19.
[11] Elizondo, S. Invocación y evocación de la infancia. En: http://www.loscuentos.net/forum/4/11891/
[12] García Galiano, J. Op. Cit. P. 14.
[13] Martínez Lozada, P. “Confesiones de otra máscara”. En Cámara nocturna: Ensayos sobre Salvador Elizondo. Tierra Adentro. México. P. 23.
[14] Op. Cit. P. 30.
[15] Elizondo. Op. Cit. P. 116. 

La sangre y el silencio como elementos de lo sagrado o la fiesta del sacrificio en La condesa sangrienta de Alejandra



Por Verónica González Arredondo

Entre dos silencios o dos muertes, la prodigiosa y fugaz velocidad,
revestida de varias formas que van de la inocente ebriedad
 a las perversiones sexuales y aun al crimen.
Alejandra Pizarnik


La poética de Alejandra Pizarnik, recorrida por la violencia como esencia del erotismo y vena de la obra en prosa La condesa sangrienta (1966) [1], se circunscribe en la tradición literaria de la llamada poética del mal de Lautréamont, Sade y Bataille. La Condesa de Pizarnik es un ensayo en prosa sobre la crueldad y el erotismo, que describe la “belleza convulsiva” y perversa del personaje histórico Erzébet Báthory, que asesinó a 650 muchachas en la sala de torturas de su castillo medieval[2]. Crimen y desgarramiento son estrechamente vinculados con el tema recurrentemente sexual, vital. Cada estrofa, como una galería nocturna, ilustra una tortura diferente y cada una, se encuentra precedida por la citación de un epígrafe de Rimbaud, Baudelaire, Artaud, Sade, entre otros. Con la marca de la violencia como una impronta, la obsesión por el lenguaje en Pizarnik se encuentra en éste: el poema se devora, palabra suicida cuya transgresión concluye en la muerte poética, en el silencio personal o el silencio de la experiencia de un erotismo oscuro en la “belleza convulsiva” de La condesa sangrienta, ensayo cumbre en la relación Pizarnik-Lautréamont. Desde el enfoque hermenéutico de Gilbert Durand en La antropología de las estructuras del imaginario[3] centrado en el simbolismo de la animalidad, partimos para analizar la sangre y el silencio en La condesa pizarnikiana.
 “La sangre divina mana antaño del cielo, / crea el báquico néctar de uvas y cómo en lo alto / crece sin que lo cuiden, solo, el fruto del vino” Dionisíacas XII. En el culto a Dionisios dos elementos son imprescindibles: la máscara (una manifestación del dios) y la cabra, su representante y víctima[4]. Celebrado como un drama, el ritual dionisíaco se llevaba a cabo cada dos años en Creta. Entre los cazadores, Zegreo, el más grande de ellos, se caracterizaba por atrapar vivos a los animales; eran desgarrados vivos y su carne era comida cruda por los participantes del culto. Como una analogía de la sangre, el vino es sobre la tierra una gota de sangre de los dioses; del brebaje extraído del racimo, se privilegia la violencia humana: la sangre de la tierra. En el vino se mezclan vida y muerte; una droga por la cual el ser humano sobrepasa sus límites o gira hacia la brutalidad, descubre el éxtasis o se hunde en la bestialidad[5]. De un vaso lleno de vino puede devenir una muerte súbita, la inspiración, el Buen Genio, profetizar, volverse Bakis. El vino tiene el color de la sangre humana y cuando se mezclan en un rito, simbolizan un pacto. Es signo del poder el vino puro; ocurre una metamorfosis en el que lo bebe: trance, éxtasis, grito, delirio y baile. Dionisio lleva en las manos “los miembros palpitantes de una mujer descuartizada bajo la mirada de un dios terrible que hace reventar su cuerpo al azar”[6]. El desenfreno y el derroche sexual culminan en una fiesta orgiástica en donde el hervidero de sangre y el vino que no deja de manar confluyen en un una liberación de la energía, la potencia vital en una violencia de palpitaciones y éxtasis. Rememoraciones de vida agresiva y asesina, era la fiesta una representación de un rito sagrado. Mircea Eliade en Lo sagrado y lo profano[7], afirma que la primera aparición del Tiempo sagrado, ab origine, tiempo mítico hecho presente se encuentra en la fiesta. Tiempo sagrado fundado por los dioses: circular, reversible, recuperable “eterno presente mítico” que se reintegra a partir del rito. Es la regeneración por retorno al tiempo original, la repetición anual de la cosmogonía, ritualizando el fin del mundo en su creación. La fiesta es la reactualización del mito al origen “instante prodigioso en que una realidad ha sido creada”[8].
Como en un Teatro de la crueldad, se lleva a cabo la ceremonia del sacrificio en el reino subterráneo, la sala de torturas del castillo de Csejthe tiene una sola espectadora silenciosa, Erzébet Báthory. Un rito o la fiesta del sacrificio están a punto de ser consumados. En su trono, sentada, la Condesa mira cómo torturan Darvulia y Dorkó, sus viejas y horribles sirvientas y oye gritar a las supliciadas. Darvulia como la hechicera del bosque, creía en el poder reconstituido de la sangre, así Erzébet tomaba baños de este fluido humano, preferentemente de mujeres vírgenes para preservar su belleza, para detener la veta del paso del tiempo en su rostro,

La ceremonia de la jaula se despliega así:
La sirvienta Dorkó arrastra polos cabellos a una joven desnuda; la encierra en la jaula; alza la jaula. Aparece la dama de estas ruinas, la «sonámbula vestida de blanco». Lenta y silenciosa se sienta en un escabel situado debajo de la jaula.
Rojo atizador en mano, Dorkó azuza a la prisionera quien, al retroceder –y he aquí la gracia de la jaula–, se clava por sí misma los filosos aceros mientras su sangre mana sobre la mujer pálida que la recibe impasible con los ojos puestos en ningún lado. Cuando se repone de su trance se aleja lentamente. Ha habido dos metamorfosis: su vestido blanco ahora es rojo y donde hubo una muchacha hay un cadáver.[9]

Fiesta o sacrificio, cuya atmósfera es equivalente, se resumen en una exaltación de los sentidos, desencadenamiento colectivo en gritos, gestos que surgen del principio fundamental, la esencia: el exceso[10]. Concluye la celebración en un frenetismo orgiástico, “un libertinaje nocturno de ruido y movimiento que los instrumentos […] transforman en ritmo y danza” [11]. La agitación aumenta en la medida en que transcurre el tiempo (animal), cualquier tipo de manifestación aumentan el grito y la exaltación de aquella «espectadora silenciosa»; la violencia nace espontáneamente[12], durante las crisis eróticas de la Condesa,

…escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto […] la hermosa alucinada riendo desde su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno.
sus últimas palabras, antes de deslizarse en el desfallecimiento concluyente, eran: «¡Más, todavía más, más fuerte!» [13]

Erzébet Báthory padecía el mal del siglo XVI, la melancolía que es en suma, un problema musical[14]. Para el melancólico sólo existe un color enlutado y remedios efímeros como los placeres sexuales, que por un instante pueden evocar al canto y a la danza, luego como una cajita musical, se termina la cuerda y vuelve a la inmovilidad. Por un instante una música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia, sobrepasan la inmovilidad del melancólico produciendo en un delirio báquico los estertores y paroxismo derivado de la contemplación: la fiesta del sacrificio. Necesitaba de esa muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo[15]. Hay una transformación del ser en la fiesta, la Condesa, por las fuerzas que la rebasan; para su memoria y el deseo, la fiesta representa un momento de intensidad y de metamorfosis[16]. La sangre manaba como un géiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo[17]. Un sacrificio de una joven –de preferencia virgen– acabado de consumar, reside en la espera de uno siguiente. Paradójicamente el tiempo de fiesta es tanto de alegría como de angustia; ayuno y silencio son rigurosos previos a la expansión final. Desbordamiento y exceso, solemnidad en los ritos, restricción ante nuevas prohibiciones contribuyen a ser de la fiesta un mundo de excepción; el reino de lo sagrado. Renovar la sociedad o la naturaleza es el fin de la fiesta[18]. El tiempo como Cronos, devora, desgasta. Cada año la vegetación, la vid, la sociedad se renuevan, así se recrea el mundo. A través del rito se detiene el devenir. Para Gilbert Durand, el sacrificio tiene el “poder sacramental de dominar el tiempo por un intercambio suplementario y propiciatorio”[19]. A través de la repetición del sacrificio es posible intercambiar el pasado por el porvenir. Se “detiene el tiempo”, se “domina a Cronos” al retardar el envejecimiento: la Muerte, en la Condesa por medio de los baños de sangre. Se adquiere derecho sobre el destino, una fuerza “mayor”, “oculta” obligará a modificar el destino por capricho (o deseo de la voluntad humana). Las prácticas de iniciación y sacrificio se relacionan con los ritos orgiásticos, retorna al caos de que debe resurgir el ser regenerado; se vuelve al estado primordial, arcaico (animal), con la promesa de reordenación. Ese es el fin del exceso, el derroche y desgaste: la renovación. Erzébet Báthory detiene el devenir a través del rito del sacrificio,

… en la sala de torturas, Dorkó se aplicaba a cortar venas y arterias; la sangre era recogida en vasijas y, cuando  las dadoras estaban ya exangües, Dorkó vertía el rojo y tibio líquido sobre el cuerpo de la condesa que esperaba tan tranquila, tan blanca, tan erguida, tan silenciosa.[20]

En el siglo XVI ser melancólica implicaba una relación con el demonio, estar poseída[21]. Se negaba a morir y esto era envejecer. De ahí los lazos con la magia negra a través de los baños de sangre, amuletos, ensalmos y hierbas mágicas que servían para mantener la lozanía de la Condesa, comme un rêve de pierre. René Girard[22] señala una ambivalencia en el sacrificio, si bien se trata de un crimen matar a la víctima porque es sagrada, no lo sería si no fuera sacrificada. La violencia no distingue a la víctima es el logos el que escoge a las doncellas, sean vírgenes o esbeltas o de tez clara o de sangre azul. Siempre la violencia (o la Condesa) va a buscar otra víctima que satisfaga el goce de infringir el dolor en el otro, aquí la profanación de lo sagrado,

Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes –su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años y se las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas; les aplicaban atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír los gritos les cosían la boca […]) También los muro del techo se teñían de rojo.[23]

Todo parece indicar que los primeros hombres se encontraban más cerca del animal, de lo sagrado y hay en ese alejamiento una mezcla de terror y nostalgia. En el mundo animal, ellos no se comen a sí mismos porque están en el mundo como agua dentro del agua[24]. El animal no es capaz de mirarse a sí y reconocerse; el hombre por medio de la inteligencia sí y de esta manera otorga el sentido a los objetos del mundo. Es subordinado al hombre, –tal vez, principalmente por no tener capacidad para producir el lenguaje–, es concebido como un objeto ya sea muerto o domesticado, mas el animal no participa en lo que come; es transformado en una cosa a la que se le mata, descuartiza, cuece. La muerte es afirmación de vida, revela su fulgor invisible. Tanto animal como hombre somos cuerpos y nuestra muerte es reducida al estado de cosa, el cadáver es la más perfecta afirmación del espíritu[25].
El hombre ha perdido esa animalidad que lo acercaba a lo sagrado, a la comunicación-comunión de le naturaleza con el mundo, es a través de la animalidad que se devela lo íntimo: violencia y destrucción. Es el sujeto quien transpone la idea de “utilidad” al objeto, con vistas a un fin. Hay una inversión en ello: el sometimiento de la naturaleza al hombre es una transformación del mismo, negación de sí, del ser. Al destruir los lazos de subordinación con el objeto al sacerdote (verdugo o Condesa), identificándose con la víctima en un movimiento súbito, tembloroso, se le revelará el mundo que le es inmanente, íntimo, intimidad del mundo divino, de la inmanencia, de todo lo que es[26]. Aquí la profanación del carácter sagrado del sacrificio de las doncellas, su concepción como objetos subordinados al sujeto (la Condesa), con la finalidad de obtener su sangre –en un principio fue sangre plebeya y luego la busca de sangre azul de las muchachas nobles, para mayores efectos de preservación de la lozanía; Erzébet Báthory tenía miedo de morir y sólo a través de la fiesta o el sacrificio, le era posible volver a ese sueño animal, a la violencia interior insaciable de aquella sustancia vital. Principios de moralidad y razón condenan tales comportamientos y el mundo profano en el que vivimos se caracteriza por la utilidad, inmersa en la idea del tiempo. Hay una búsqueda por una continuidad: animales, plantas y otros hombres están determinados por el sujeto, fabricación y técnica; en la modernidad no hay cabida para un tiempo suspendido, instantáneo y efímero, lo sagrado,

Dorkó se limitaba a desnudar a las culpables que continuaban trabajando […] su desnudez las ingresaba en una suerte de tiempo animal[27] realzado por la presencia «humana» de la condesa perfectamente vestida que las contemplaba. Esta escena me llevó a pensar en la Muerte […] la protagonista de la Danza de la Muerte. Desnudar es propio de la Muerte.[28]

Una epifanía dramática del tiempo es la Luna, íntimamente vinculada con la muerte y la femineidad, mas con el temor a la mujer nocturna. Los ciclos lunares marcan el “ritmo” de la siembra, la cosecha,  la fertilidad y el ciclo menstrual y ello, la idea del vínculo de la mujer con las fuerzas cósmicas a través de la brujería. En el folklore europeo la Luna roja es antropófaga, encubre las fauces que aspiran la sangre vertida en la tierra; es el principio del mal, el augurio, la peste. Cabellera, agua, femineidad, sangre (menstrual) va ligada a las epifanías de la muerte lunar, símbolo perfecto del agua negra, son éstos símbolos de lo nefasto[29]. Gilbert Durand posiciona a la sangre en el Régimen Nocturno de la imagen, en la caída que va ligada con el aspecto moral, caída en la “tentación”, “profanación” de la sexualidad e “impureza”. Es la dueña de vida y muerte; signo del tiempo lunar/ciclo/femineidad[30]. La antítesis de la Ascensión: fauces, abismo, sol negro, tumba, cloaca, laberinto; sangre, fuego, erotismo y ceniza se relacionan con la purificación. Agua es símbolo de muerte y renacimiento; las formas se desintegran y se anulan, se lavan los pecados, agua purificadora y regeneradora[31]. En La Biblia, el vino, la sangre y el agua guardan una correlación mística,
           
Este es el que vino por el agua y por la sangre: Jesucristo; no
solamente en el agua, sino en el agua y en la sangre. Y el Espíritu es el que
da testimonio, porque el Espíritu es la Verdad.
Pues tres son los que dan testimonio:
el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres convienen en lo mismo.[32]

[…] La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo
de Cristo?
Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos,
pues todos participamos de un solo pan. [33]

El brebaje sagrado es vertido en una copa, en El Santo Grial es Cáliz cristiano, la comunión es el símbolo de la encarnación del cuerpo de Cristo en hombre. Los convidados a la ceremonia, rito o sacrificio deben comulgar: comer o beber como una afirmación de que el orden del tiempo ha sido restituido. En la mitología vegetal la vid simboliza el ciclo del tiempo, la regeneración; el vino es símbolo de la vida oculta[34]. La función de la máscara en el rito es la identificación del actor con el antepasado: mitad hombre, mitad animal; –la Condesa, mitad loba y el rostro de sus sirvientas como extraído de un cuadro de Goya[35]–; los ornamentos que portan son signo de su metamorfosis. Así se les permite matar, comer del animal o la planta en un carácter místico. Se realiza la comunión en la que los participantes absorben el nuevo influjo vigoroso[36] (a través de los baños de sangre); el orden queda de nuevo, restituido.

Después del derramamiento del líquido vital, elemento purificador y reconstructivo, deviene en silencio. Posterior al sacrificio y frenesí reina un adormecimiento a la pérdida de energía vital, desgastaste muscular, la violencia que animaba al ser se detiene. Resulta imposible vivir en un consecutivo estertor como una danza epiléptica. En el sacrificio la víctima muere y a los asistentes que en él  participan se les revela lo sagrado, “hay, como consecuencia de la muerte violenta, una ruptura de la discontinuidad de un ser; lo que subsiste y que, en el silencio que cae, experimentan los espíritus ansiosos, es la continuidad del ser, a la cual se devuelve a la víctima”[37]. El momento del profundo silencio es el momento de la muerte. En la convulsión de la carne, se exige silencio, del espíritu ausente. El impulso carnal propicia el abandono del ser a ese impulso que ya no es humano sino de una violencia animal desencadenada[38], cuyos movimientos y estertores nos subliman al silencio, a la conciencia de la intimidad: se abre al despertar silencioso. Gritos, jadeos e imprecaciones, forman una «sustancia silenciosa».[39] La experiencia del erotismo conlleva un silencio. La violencia es ya un silencio.

                                                                



[1] Alejandra Pizarnik, Prosa Completa, La Condesa Sangrienta (2ª ed.) España: Lumen, Palabra en el Tiempo 317, 2001. pp. 282-296.
[2] Valentín Penrose. La condesa sangrienta [1962]. Trads. de M. ª Teresa Gallego y M. ª Isabel Reverte. (5ª ed.) España: Siruela, 2006.
[3] Gilbert  Durand. Las estructuras antropológicas del imaginario (1992). México: FCE, 2006. 
[4] Las Bacantes son la jauría con que caza el dios, la víctima sacrificada representa un dios sufriente y despedazado. v. Karen Kerenyi, Dionisios, La raíz de la vida indestructible. Ed. Herder.
[5] Marciel Detienne. Dionisio a cielo abierto, “Inventar el vino y advenimientos lejanos”. España: Gedisa, 1986.
[6] v. Marciel Detienne, Ibíd., pp. 103.
[7] Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano (1956). Trad. Luis Gil (4ta. ed.). Ed. Guadarrama, Punto omega: 1981.
[8] v. Mircea Eliade, Op. cit., pp. 50.
[9] v. Alejandra Pizarnik. Op. cit., pp. 284-285.
[10] v. Roger Callois en El hombre y lo sagrado: IV La transgresión sagrada: teoría de la fiesta, V. Lo sagrado, condición de la vida y puerta de la muerte (1939). (3ra ed.) México: FCE, 2006. pp. 101-148.
[11] v. Roger Callois, Op. cit. pp. 102.
[12]  Ibíd.
[13] v. Alejandra Pizarnik. Op. cit. pp. 286-287.
[14] v. Alejandra Pizarnik. Ibíd., pp. 290-291.
[15] Ídem., pp. 287.
[16] Roger Callois, Op. cit.
[17] v. Alejandra Pizarnik. Op. cit., pp. 285.
[18] Roger Callois, Op. cit.
[19] v. Gilbert  Durand. Op. cit.
[20] v. Alejandra Pizarnik. Op. cit., pp. 293.
[21] v. Alejandra Pizarnik. Ibíd., pp. 291.
[22] René Girard. La violence et le sacré. Francia: Bernard Grasset, 1972.
[23] v. Alejandra Pizarnik. Op. cit., pp. 285.
[24] Georges Bataille. Teoría de la religión (1973). España: Taurus, 1998.
[25] Georges Bataille, Ibíd.
[26] Ídem.
[27] Las cursivas son nuestras.
[28] v. Alejandra Pizarnik. Op. cit., pp. 286.
[29] Gilbert  Durand. Las estructuras antropológicas del imaginario, Op. cit.
[30] Ibíd. Durand observa la simbología animal como un conjunto de clasificaciones de isomorfismo –isotopías que se remiten a los arquetipos culturales y morfemas, de la palabra al lenguaje: la construcción de mundos posibles. Isomorfismo: animalidad (la idea de las fauces devoradoras, la caída [carnal, visceral], el horror del laberinto, el agua negra y la sangre.
[31] Mircea Eliade, Op. cit.
[32] La Santa Biblia, Juan 5, (versión Biblia de Jerusalén, 1972). pp. 1805.
[33] Ibíd., Corintios 10, pp. 1703.
[34] Gilbert Durand, Op. cit.
[35] v. Alejandra Pizarnik. Op. cit. pp. 294.
[36] Roger Callois, Op. cit.
[37] Georges Bataille, El erotismo [1957]. Trad. de Antoni Vivens y Marie Pauln. México: Tusquets, 2005. pp. 61.
[38] Derivada de esta afirmación de Bataille, una pregunta como llaga queda abierta: ¿Es la violencia parte de nuestra naturaleza animal o sólo producto del logos?
[39] v. Alejandra Pizarnik. Op. cit., pp. 282.

Entradas populares

Lxs más leidxs